Observado en perspectiva, el agujero negro de 2001 no anuló todos los sueños. Al igual que tantos emigrantes despavoridos, aquel año Fiorella Rímola también pasó por el Aeropuerto de Ezeiza, aunque con un objetivo muy preciso: representar al país en el II Concurso Hispanoamericano de Ortografía, en Bogotá, Colombia. Y aún en ese diciembre infernal de saqueos televisados y cacerolazos espontáneos hubo motivos para festejar colectivamente, porque la entonces alumna de quinto año del colegio tucumano Herman Hollerith volvió a casa con el primer premio en la valija.
"El gusto por la lectura depende de la familia, no de la escuela", propone Rímola por teléfono desde Mendoza, provincia a la que se mudó en 2002. De la conversación surge que, para ella, los libros han sido auténticos compañeros.
"Viví en diferentes ciudades por el trabajo de mi padre", explica a LA GACETA. Entre tantos cambios y giros, la música y la literatura han sido dos situaciones constantes de su historia. "Todo lo que sabía sobre ortografía lo aprendí leyendo", reconoce Rímola.
Pero la escuela reforzó su inclinación por comprender el conjunto de normas que regulan la escritura. "Me sorprendió mucho enterarme del cierre del Hollerith", confiesa la joven de 27 años que, en el presente, trabaja en una compañía aérea. En su recuerdo, aquel colegio fue decisivo para que se animara a participar de las instancias nacionales del concurso de ortografía. "Me insistieron hasta que acepté. Me apoyaron muchísimo", expone con pesar, como si se resistiese a creer que esa institución sea la misma que a comienzos de este año quedó envuelta en el escándalo judicial.
El respaldo de profesores y amigos impidió que Rímola se sintiese una nerd (tragalibros), quizá porque ella no hacía ostentación de su buena ortografía: simplemente la tenía incorporada.
"Siempre tuve el ejemplo de padres lectores que supieron transmitirme el hábito. La lectura es una actividad natural para mí", asevera.
- Muchos hablan de leer un libro como si fuese un acto excepcional...
- Tal vez porque ya no es algo normal. Pero a los seis o siete años un chico ya puede acercarse a la literatura por medio de las obras de María Elena Walsh, que es muy creativa. Hay que buscar eso: textos que abran la cabeza, que enseñen a pensar y volar hacia rincones fantásticos. El peligro de la televisión es ese: neutraliza la imaginación del niño al darle todo demasiado elaborado y crece sin aprender a fabricar cosas nuevas.
- ¿Qué sentís cuando ves una palabra mal escrita?
- Me pone nerviosa descubrir un error detrás de otro. Te podés llegar a equivocar; no hay por qué saber cómo se escriben todas las palabras, pero las faltas reiteradas de ortografía hablan de una pobreza interior. Es triste. No tenemos que hablar un español anticuado, pero, con la proliferación de programas de televisión que hacen loas al lenguaje carcelario, es necesario que los hablantes pongan contrapesos. Hay que resistir contra el empobrecimiento deliberado de la lengua.
- ¿Cómo te llevás con el diccionario?
- ¡Lo consulto permanentemente! Me da tranquilidad saber que en algún sitio está el significado que buscaba. El diccionario es la herramienta básica, elemental, para escribir. También es el catálogo que nos da seguridad, que nos permite mejorar y aprender constantemente. Sin diccionarios nuestra lengua sería una duda permanente.
- Sin embargo, algunos dicen que la ortografía no hace falta, que es un empeño que no tiene sentido...
- Los detractores de la ortografía argumentan que hay que escribir las palabras como suenan y listo. Pero yo defiendo las reglas por la historia de los vocablos, porque su forma no es caprichosa: tienen una raíz determinante. Romper ese núcleo supone dañar el motivo por el que, en un momento dado, se empezó a usar cierta palabra.